Dicen de mí que me amenaza el tiempo. Esas palabras toman un significado bien distinto para mí ahora. No sé por qué vuelvo a él, pasado tanto tiempo. Tal vez porque estoy leyendo sobre el gitano de San Fernando y me ha recordado que una vez mi padre se vio cara a cara con la muerte que llevaba puesta la carne de Camarón. Era noche oscura de cante jondo en un tablao de una ciudad entre Cádiz y Jaén, y era una noche gitana con un lunar en la sala. El lunar era mi padre, y casi se quema al rozarse con José Monge después de escuchar largo al cantaor con Tomatito al toque y un coro de palmeros de unos 300 gitanitos primos del de San Fernando.
Por qué será que se mueren jóvenes, preguntan, como si eso fuera una incógnita. Lo saben todos, pero no quieren oírlo. Lo saben pero, como yo, somos demasiado mediocres para entender que tienen un fuego incontenible que no quieren apagar, un fuego al que no temen porque saben que ese fuego son ellos y apagarlo sería como enterrarse en un agujero e intentar chillar hacia fuera, la tierra encima cubriéndote los ojos y estás vivo, pero desearías estar muerto antes que vivir arrebatado de ti mismo. Camarón (recuerdo a Montero, al qamarun, la media luna árabe), es Bird y es Lady Day, es Trane y es Basquiat, es Osvaldo Lamborghini y es Bolaño, es Saarinen –hijo- o Panero –elijan ustedes cuál-, es Pastorius y es Robert Capa (antes Endré Friedmann y después un muerto, uno más). Todos ellos portadores de un virus genético de creación y tragedia, autoimpuesta en gran medida. No es del todo posible crear tanto y tan bello y no pagar un precio, y es onza de carne y libra de sangre, resignados o alegres, camino del ocaso tan cerca del principio. Si preguntan por qué murió Clifford Brown o Charlie Parker, podrán decir que de un accidente de tráfico o destrozado por el alcohol. Pero se equivocarían. Se marcharon ellos porque es imposible dar todo de uno mismo y no consumirse. Una vez que se deja atrás la línea del horizonte que miramos a lo lejos todos los demás con ansia de llegar a ella (y a la que jamás llegaremos), qué puede quedar. Sólo resta morir, como decía el clásico.
Camarón cantó, cerca de su muerte, dicen de mí que me amenaza el tiempo. Y como era gitano hijo de canastera, cantaó de pro y orgulloso, no se quería morir. Pero en el fondo cantaba su tragedia con la resignación del que sabe que las cosas siguen un curso para cada uno y el suyo era ese: ser huella en la arena pero imborrable ni con siglos de olas batiendo sobre ella. Por eso miraba a los acais a la parca y le cantaba por alegrías. Por algo era de Cai. Y de la isla, nada menos.
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