Ayer se celebró en el Matadero de Madrid el primer encuentro del ciclo Ménage à trois en el que al menos un arquitecto comparte espacio y charla con otras dos personas que sólo tienen en común, necesariamente, el interés por los temas que los demás tratan.
Los convocados a esta primera cita fueron Agustín Fernández Mallo, escritor y poeta, Beatriz Ramo, arquitecta, y Guzmán de Yarza Blache, arquitecto. El tema elegido por cada uno era un proyecto recientemente realizado, y aunque los tres lo enfocaron desde disciplinas distintas (el propio proyecto arquitectónico, un proyecto de imagen y un proyecto literario) los tres versaron sobre lo mismo. A su entender, sobre el no-lugar. A mi entender se habló de algo mucho más palpable: el extrañamiento.
No voy a explicar cada una de las presentaciones, porque me quedaría en lo concreto. Realmente lo más interesante vino con el coloquio, escaso pero intenso, y en el que se pudo ver cómo en algunos casos el genio de la razón produce monstruos. En torno a los aeropuertos o del movimiento estático de una noria, leit motiv de las exposiciones de los arquitectos, salió a relucir el concepto de no-lugar y su aproximación al paraíso, en palabras de los conferenciantes. Un paraíso en el que nos libramos de los bienes (nuestro equipaje) y todos somos iguales una vez pasadas las fronteras. Un paraíso para comprar (todos lo mismo) un paraíso en el que todos compartimos una cultura (la del consumo, aparentemente) pese a unas diferencias que son mínimas (los pobres o los ancianos no suelen entrar en estos no-lugares, no están hechos para ellos), un paraíso en el que somos vigilados y duramente castigados cuando nos saltamos las reglas. Por todo ello, a pesar de ello, lo más cercano al paraíso que tenemos en la tierra: un lugar blanco, aséptico, vallado, en el que todos somos casi-iguales.
No tardaron en surgir voces entre el público (muy inteligentes, por cierto), que cuestionaron no todo lo que se refería a las características de los aeropuertos, sino a la noción de paraíso y su intento de extrapolación a la sociedad: en la actualidad la cultura del aeropuerto o del centro comercial se está tratando de llevar a las calles pero, ¿eso es lo que socialmente debemos demandar? ¿Qué pasa cuando no eres consumidor, o cuando eres anciano, o cuando no puedes pasar las fronteras impuestas para entrar en un lugar que debería ser accesible a todos, más allá de cualquier condición?.
La contradicción queda en una discusión de salón: hablamos en términos metafóricos. Pero entonces, ¿qué es eso del no-lugar, aplicado a la sociedad actual?. ¿Dónde está ese lugar de igualdad de todos los usuarios cuándo los usuarios son clasificados para su uso entre los aptos y los no aptos (aduanas, pasos de fronteras…)?. A mi entender, de lo que ayer se hablaba sin saberlo no era del no-lugar, sino del lugar extrañado. Nos atrae el aeropuerto, o las norias o las ciudades cuando en ellas se produce un cambio sustancial de manera brusca, no por su conversión en un no-lugar, sino por el extrañamiento que nos produce. Se citó “La Ciudad de los Muertos”, el capítulo de Las Ciudades Invisibles de Calvino, para hablar de la ciudad invertida, excavada más que construida, pero es más interesante hablar de ese cuento de Cortázar en el que una autopista, antigua metáfora moderna de la evolución y el movimiento, se convierte por un atasco de semanas en un lugar invertido en su forma de uso, cambiado a ámbito estático. La noria y los aeropuertos, en realidad como antesala de los aviones, son lugares de viaje en los que no nos movemos, ámbitos de movimiento estático (la noria) o de estatismo dinámico (el avión), lugares que, como nos pasa cuando cortan una vía rápida de paso vehicular para un uso circunstancial peatonal, se nos antojan como experiencias extraordinarias, extrañas e intensas. Físicamente, no existe en la sociedad un no-lugar, pero sí vivimos situaciones de extrañamiento del entorno. Y en Madrid, casi a diario.
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